
Por Alejandro Mosquera
La llamada “cuarta era digital” no es simplemente una nueva etapa tecnológica. Es una mutación profunda del modo en que se organiza el poder, se produce el conocimiento, se define la verdad y se ejerce el control sobre los cuerpos, las conciencias y los territorios. En esta nueva era, los algoritmos no sólo predicen lo que haremos: deciden por nosotros. Y lo hacen sin pasar por ninguna forma de deliberación democrática ni control ciudadano.
Las tecnologías basadas en inteligencia artificial, aprendizaje automático, sensores masivos, redes neuronales, big data, blockchain y realidades extendidas se presentan como inevitables. Pero lo que está en juego no es su avance, sino quién las controla, con qué fines y con qué consecuencias.
De la soberanía popular al dominio algorítmico
Durante siglos, los pueblos lucharon por el derecho a decidir sobre su destino: por la democracia, por el sufragio, por la soberanía nacional, por el control del trabajo y de los bienes comunes. Hoy, todo eso se está desdibujando. La inteligencia artificial genera decisiones automáticas sobre acceso a la salud, al crédito, a la justicia, al trabajo o a la información, sin transparencia ni legitimidad pública.
Las grandes corporaciones tecnológicas —OpenAI, Google, Meta, Amazon, Microsoft, Alibaba— acumulan una concentración de poder sin precedentes históricos. Controlan no solo la infraestructura digital, sino también los datos personales, los patrones de comportamiento, las redes de significación y los deseos de millones de personas. No rinden cuentas ante nadie. Son Estados sin ciudadanía.
Democracias debilitadas, ciudadanía en retirada
En este contexto, los sistemas democráticos, lejos de fortalecerse, se vacían de contenido real. La idea de la democracia como espacio de deliberación colectiva y herramienta de transformación social se desvanece frente a estructuras institucionales capturadas por poderes económicos, burocratizadas y alejadas de las demandas populares.
A ello se suma un fenómeno global y alarmante: la caída sostenida de la participación electoral. No se trata solo de apatía o desinterés. Es la respuesta activa de sectores populares a un sistema político que ya no ofrece respuestas, que reproduce el ajuste, la exclusión y la inseguridad. En muchos casos, las democracias reales han sido utilizadas como pantalla para aplicar programas neoliberales, que precarizan la vida y desmantelan derechos.
Cuando las urnas ya no significan cambio, cuando los partidos se vuelven gestores del mismo modelo excluyente, la ciudadanía se retira. Pero esta retirada no genera vacío: fortalece a los que ya tienen poder. Menor participación popular no debilita el sistema, lo vuelve más dócil a los intereses de las élites. Cuanto menos votan los de abajo, más deciden los de arriba.
Desigualdad radical: los datos no son de todos
La cuarta era digital consolida una nueva forma de desigualdad: la desigualdad algorítmica. Los datos generados por los cuerpos y las interacciones de los sectores populares —incluso de comunidades rurales, pueblos originarios o trabajadores precarizados— son capturados, procesados y comercializados sin consentimiento. Pero los beneficios de esa explotación —tecnologías, patentes, inteligencia, riqueza— se concentran en manos privadas.
Es una lógica de extracción brutal: los datos son los nuevos territorios colonizados. El Sur global no exporta sólo litio o alimentos: exporta también datos sin control, sin regulación, sin soberanía. La inteligencia artificial se entrena con información producida en condiciones de profunda desigualdad, y luego se vende a los propios países empobrecidos como si fuera neutral y universal.
¿Qué hacer? La necesidad de una soberanía digital popular
Frente a esta situación, se impone una agenda de democratización tecnológica. No alcanza con regular o mitigar los daños: hay que disputar el sentido mismo del desarrollo digital. Es necesario construir una soberanía digital basada en el control colectivo de los datos, el acceso público a las infraestructuras, la transparencia algorítmica, y el derecho de los pueblos a decidir qué tecnologías se desarrollan y para qué.
Esto implica:
- Nacionalizar o socializar partes claves de la infraestructura digital.
- Crear sistemas de IA éticos y auditables, controlados democráticamente.
- Desarrollar software y hardware libre y público.
- Impulsar una pedagogía crítica sobre tecnología y poder.
- Establecer tratados internacionales que garanticen justicia algorítmica.
En ultima instancia la humanidad tiene que ser capaz de derrotar y superar el capitalismo realmente existente porque es antógonico con las especies y la propia tierra, es incompatible con la libertad y la igualdad, es un vampiro de la vida humana, que aún en la medida que se desarrolla destruye.
Tecnología, guerras y un nuevo salto destructivo
El avance de la inteligencia artificial y las tecnologías digitales no se limita a reorganizar la vida cotidiana y la economía: también está transformando radicalmente el poder militar y la capacidad destructiva global. En paralelo con la concentración de decisiones algorítmicas sobre nuestras rutinas diarias, se desarrolla una silenciosa pero contundente nueva carrera armamentista, donde los países y corporaciones con más recursos impulsan la automatización bélica, la inteligencia militar artificial, junto al espionaje masivo y satelital.

Lo que estamos viendo en los actuales conflictos armados —en Ucrania, Gaza, Etiopía, Yemen y otros territorios olvidados por los medios dominantes— es el despliegue de una nueva fase en la historia de la violencia: una guerra informatizada, impersonal y potencialmente deshumanizada.
El poder tecnológico no solo refuerza a quienes ya lo detentaban, sino que aumenta la indefensión de las mayorías globales, especialmente en el sur del mundo.
El 99% de la humanidad queda fuera de toda posibilidad real de decisión o defensa frente a estos nuevos dispositivos del poder. Pero el problema no es solo externo: hay una crisis subjetiva que favorece esta situación. Amplios sectores sociales viven con la sensación de que estos peligros no les conciernen, que son distantes, abstractos, que “alguien lo resolverá”.
Tanto la amenaza bélica —incluida la nuclear— como la climática, son percibidas con indiferencia, como si existiera una suerte de inmunidad, como si ocurrieran en un mundo paralelo, lejos de la vida cotidiana.
Este desinterés no es espontáneo: es producto de una cultura que ha reemplazado la conciencia política por el entretenimiento continuo, el miedo por la banalización, y el pensamiento colectivo por la ilusión individualista de salvación. Romper esta lógica exige construir nuevas formas de imaginación política capaces de nombrar los peligros y reactivar la potencia de lo común frente a las múltiples crisis que enfrentamos.
Conclusión: no hay neutralidad tecnológica, hay poder y propiedad privada concentrada
La cuarta era digital no es una fatalidad. Es una construcción histórica, política, ideológica. Lo que está en juego es el poder de decidir sobre nuestras vidas. Si no recuperamos la capacidad colectiva de diseñar el mundo en que queremos vivir, la promesa de la democracia será reemplazada por una distopía administrada por códigos opacos.
En el corazón de esta nueva era no está la inteligencia artificial. Está la pregunta por la libertad y la igualdad. Y la libertad y la igualdad, como nos enseñaron las luchas del pasado, no se concede: se conquista.